Desde el Renacimiento hasta nuestro días pocos temas han resultado tan atractivos como el de las Cruzadas. A su alrededor se han forjado mitos y leyendas muy alejadas de la realidad histórica y que la literatura se ha encargado de difundir.
En general, se denomina como Cruzadas a la serie de campañas, comúnmente militares, que a partir del siglo XI se emprendieron desde el Occidente cristiano contra los musulmanes para la recuperación de Tierra Santa. Estas campañas se extendieron hasta el siglo XIII y se caracterizaban por la bendición que les concedió la Iglesia, otorgando a los particulares indulgencias espirituales y privilegios temporales a los combatientes. Con el tiempo el término se aplicaría a cualquier guerra que se emprendiera al servicio de la Iglesia, como, por ejemplo, la cruzada contra los albigenses.
El origen de las Cruzadas
La I Cruzada fue predicada por el Papa Urbano II en el Concilio de Clermont (1095), tras la conquista de Jerusalén por los turcos seljúcidas (1076) y las peticiones de ayuda del emperador bizantino Alejo I Comneno. Aparte de la recuperación de los Santos Lugares, con su clara connotación religiosa, los Papas vieron las Cruzadas como un instrumento de ensamblaje espiritual que superase las tensiones entre Roma y Constantinopla, que además elevaría su prestigio en la lucha contra los emperadores germanos, afianzando su poder sobre los poderes laicos. También como un medio de desviar la guerra endémica entre los señores cristianos hacia una causa justa que pudiera ser común a todos ellos, la lucha contra el infiel.
El éxito de esta iniciativa y su conversión en un fenómeno histórico que se extenderá durante dos siglos, se deberá tanto a aspectos de la vida económica y social de los siglos XI al XIII, como a cuestiones políticas y religiosas, en las que intervendrán una gran variedad de agentes: como la difícil situación de las masas populares de Europa occidental; el ambiente escatológico, que hacía de la peregrinación a Jerusalén el cumplimiento del supremo destino religioso de los fieles; o los intereses comerciales de las ciudades del norte de Italia que participaban en estas expediciones y que encontraron en las cruzadas su oportunidad de intensificar sus relaciones comerciales con el mediterráneo oriental, convirtiéndose en las grandes beneficiarias del proceso. Los comerciantes italianos reabrieron el Mediterráneo oriental al comercio occidental, monopolizaron el tráfico y se convirtieron en intermediarios y distribuidores en Europa de las especies y otros productos traídos de China e India.
También tuvo su papel la necesidad de expansión de la sociedad feudal, en la que el marco de la organización señorial se vio desbordado por el crecimiento, obligando a emigrar a muchos segundones de la pequeña nobleza en busca de nuevas posibilidades de lucro. De esta procedencia eran la mayoría de los caballeros franconormandos que formaron la mayor parte de los contingentes de la primera cruzada.
Espiritualmente dos corrientes coinciden en las Cruzadas. Por un lado, la idea de un itinerario espiritual que enlaza la cruzada con la vieja costumbre penitencial de la peregrinación. Así se intenta alcanzar la Jerusalén celestial por vía de la Jerusalén terrestre. Ambas a ojos del cristiano del siglo XI resultaban prácticamente inseparables. Y más que para los caballeros para las masas populares imbuidas de unas ideas mesiánicas y en extremo anarquizantes, que chocaron repetidamente con el orden social establecido. Son las llamadas cruzadas populares, como la de Pedro el Ermitaño, que precedió a la expedición de los caballeros, la de los Niños (1212) y la los Pastoreaux (1250). Por otro lado, está la idea de una "guerra santa" contra los infieles, en la que Jerusalén no constituye el único objetivo, se lucha contra el Islam.
Las ocho Cruzadas
La historiografía tradicional contabiliza ocho cruzadas, aunque en realidad el número de expediciones fue mayor. Las tres primeras se centraron en Palestina, para luego volver la vista al Norte de África o servir a otros intereses, como la IV Cruzada.
La I cruzada (1095-1099) dirigida por Godofredo de Bouillon, Raimundo IV de Tolosa y Bohemundo I de Tarento culminó con la conquista de Jerusalén (1099), tras la toma de Nicea (1097) y Antioquia (1098), y la formación de los estados latinos en Tierra Santa: el reino de Jerusalén (1099), el principado de Antioquia (1098)y los condados de Edesa (1098) y Trípoli (1199).
La II Cruzada (1147-1149) predicada por San Bernardo de Clairvaux tras la toma de Edesa por los turcos, y dirigida por Luis VII de Francia y el emperador Conrado III, terminó con el fracasado asalto a Damasco (1148).
La III Cruzada (1189-1192) fue una consecuencia directa de la toma de Jerusalén (1187) por Saladino. Dirigida por Ricardo Corazón de Léon, Felipe II Augusto de Francia y Federico III de Alemania, no alcanzó sus objetivos, aunque Ricardo tomaría Chipre (1191) para cederla luego al Rey de Jerusalén, y junto a Felipe Augusto, Acre (1191)
La IV Cruzada (1202-1204), inspirada por Inocencio III ya contra Egipto, terminó desviándose hacia el Imperio Bizantino por la intervención de los venecianos, que la utilizaron en su propio beneficio Tras la toma y saqueo de Constantinopla (1204) se constituyó sobre el viejo Bizancio el Imperio Latino de Occidente, organizado feudalmente y con una autoridad muy débil. Desapareció en 1291 ante la reacción bizantina que constituyeron el llamado Imperio de Nicea, al tiempo que Génova sustituía a Venecia en el control del comercio bizantino.
La V (1217-1221) y la VII (1248-1254) Cruzadas, dirigidas por Andrés II de Hungría y Juan de Brienne, y Luis IX de Francia, respectivamente, tuvieron como objetivo el sultanato de Egipto y ambas terminaron en rotundos fracasos.
La VIII cruzada (1271) también fue iniciativa de Luis IX. Dirigida contra Túnez concluyó con la muerte de San Luis ante la ciudad sitiada.
La VI Cruzada (1228-1229) fue la más extraña de todas, dirigida por un soberano excomulgado, Federico II de Alemania, alcanzó unos objetivos sorprendentes para la época: el condominio confesional de Jerusalén, Belén y Nazareth (1299), status que sin embargo duraría pocos años.
Consecuencias
Las Cruzadas influyeron en múltiples aspectos de la vida medieval, aunque, en general, no cumplieron los objetivos esperados. Casi todas las expediciones militares sufrieron importantes derrotas. Jerusalén se perdería en 1187 y lo que quedó de las posiciones cristianas tras la III Cruzada hasta su definitiva pérdida en el siglo XIII (San Juan de Acre -1291) se limitaba a una estrecha franja litoral cuya pérdida era cuestión de tiempo. Además, los señores de Occidente llevaron sus diferencias tanto a las propias Cruzadas (Luis VII de Francia y Conrado III en la II Cruzada; Ricardo Corazón de León y Felipe II Augusto en la III) como a los estados cristianos fundados en Tierra Santa, dónde los intereses de los diferentes grupos dieron lugar a numerosos conflictos.
En el intento de reensamblar las cristiandades latina y griega, no sólo falló la Cruzada, sino que acentuó el odio y la diferencia entre ellas, convirtiéndose en causa última de la ruptura definitiva entre Roma y Bizancio. Cierto es que Bizancio pidió ayuda a Occidente, pero al modo tradicional, pequeños grupos de soldados que le ayudasen a recobrar las provincias perdidas, no con grandes ejércitos poco dispuestos a someterse a la disciplina de los mandos bizantinos, o que se convirtieran en poderes independientes en las tierras que ocupasen o en la propia Constantinopla, como ocurrió en la IV Cruzada. Historiadores como Ana Comneno o Guillermo de Tiro nos han dejado testimonios del impacto del paso de los cruzados por las tierras bizantinas y el choque entre la brutalidad de costumbres de los occidentales y el refinamiento cultural bizantino.
Por último, y a pesar de los réditos políticos que las Cruzadas tuvieron para el Papado como director de la política exterior europea, pronto se encontró Roma con voces que criticaban su uso como instrumento al servicio de los intereses papales, sobre todo desde que no se limitaron a los musulmanes, y se dirigieron también contra los disidentes religiosos o los enemigos políticos.
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